“En descanso y en reposo seréis salvos; en quietud y en confianza será vuestra fortaleza.”
Isaías 30:15
Cuando todo se vuelve ruido
Hay temporadas en que parece que todo a nuestro alrededor habla y opina, menos Dios. Las redes están llenas de consejos. Las personas opinan con soltura sobre nuestra vida. La mente se agita, se llena de “deberías”, de dudas, de urgencias. Pero cuanto más ruido hay fuera, más difícil es escuchar lo que pasa dentro.
Y lo que pasa dentro es importante. Porque ahí es donde, muchas veces, Dios responde.
Pero si no bajamos el volumen del mundo, no vamos a escuchar nada. Solo más confusión.
No es que Dios se haya alejado. Es que el bullicio se volvió tan constante que perdimos la costumbre de hacer silencio.
“Así dijo Jehová: Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él, y hallaréis descanso para vuestra alma.”
Jeremías 6:16
La voz de Dios no compite, susurra
Esperamos que Dios hable como el mundo habla: fuerte, evidente, urgente. Pero la voz de Dios no se impone. No interrumpe ni se alza por encima del ruido. Se manifiesta en lo sutil, en lo que apenas se oye, en lo que requiere atención y pausa.
Cuando Elías buscaba a Dios, no lo encontró en el viento fuerte, ni en el terremoto, ni en el fuego. Lo encontró en un susurro. Una brisa leve. Un silbo apacible y delicado.
Dios no actúa como los mensajes publicitarios. No necesita convencer. No necesita gritar. Su verdad no necesita volumen, solo disposición para escucharla.
Por eso, el alma necesita aprender a afinarse. Como quien afina un instrumento para captar una nota suave entre muchas otras. Se necesita práctica. Y se necesita espacio interior. Porque si todo está ocupado —por opiniones, por juicios, por ruido— no hay lugar para ese susurro.
“Y tras el fuego un silbo apacible y delicado.”
1 Reyes 19:12
Distinguir lo que viene de fuera y lo que nace dentro
Hay pensamientos que parecen propios, pero no lo son. Vienen de la prisa, del miedo, de la comparación constante. Otras veces, llegan como impulsos disfrazados de buenas ideas, pero al rato dejan cansancio o ansiedad. No todo lo que pasa por la cabeza merece atención.
Discernir es empezar a notar la diferencia entre el ruido que se cuela desde fuera y esa voz interior que no presiona, pero orienta. Entre lo que nos empuja y lo que nos atrae con paz. Esa es una de las señales más claras: la paz que queda después. Aunque el mensaje no sea cómodo, aunque nos saque de la zona segura, cuando viene de Dios, no deja confusión. Deja una certeza tranquila.
Y eso no se consigue por casualidad. Hace falta entrenar el oído del alma. Dejar de reaccionar y empezar a observar. Preguntarse con honestidad: ¿Esto nace del amor o del temor? ¿Esto lo haría si nadie me estuviera mirando? ¿Esto me alinea o me dispersa?
El ruido grita urgencia. La voz de Dios no tiene prisa. Y cuando uno aprende a reconocerla, es como si todo empezara a ordenarse por dentro.
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.”
Mateo 11:28-29
Por sus frutos lo conocerás
No siempre sabremos de inmediato si algo viene de Dios. Pero el tiempo habla. Las decisiones inspiradas por Él no siempre son fáciles, pero producen paz. No ansiedad, no orgullo, no ruido. Paz.
Jesús lo dijo claro: “Por sus frutos los conoceréis.” Si algo da como fruto humildad, claridad, confianza… ahí hay luz. Si en cambio deja agitación, división o inquietud, conviene esperar antes de darlo por verdadero.
Dios no se contradice. Si su voz es real, tarde o temprano confirmará su origen.
El arte del silencio
Dios no necesita nuestras palabras para hablarnos. A veces, lo que más falta hace no es decir más, sino callar mejor. Crear espacios donde no haya estímulos, ni pantallas, ni voces externas. No para huir del mundo, sino para reencontrarnos con lo esencial.
El silencio verdadero no es vacío. Es presencia. Es ahí donde muchas veces se aclaran cosas que llevaban semanas enredadas. Cuando el alma se aquieta, lo importante empieza a flotar. Lo urgente se desvanece. Lo verdadero se reconoce.
Buscar momentos de soledad. Pasear sin auriculares. Orar sin hablar. Estar en silencio no como ausencia de ruido, sino como disponibilidad interior.
“Fíate de Jehová de todo tu corazón, Y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, Y él enderezará tus veredas.”
Proverbios 3:5-6
No siempre sabremos con claridad qué hacer. Pero sí podemos aprender a reconocer cuándo algo no viene de Dios. Y si entrenamos el oído interior, llegará el momento en que su voz se distinga entre todas. Sin esfuerzo. Sin ruido. Como un susurro que solo escucha quien está dispuesto a hacer silencio.